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Aquella cosa lejana llamada guerrilla



Por Fabiana Gonzalo (*)



De mis 6 años de edad, recuerdo un señor de lentes que hablaba por televisión con voz gangosa, siempre vestido de blanco. Yo sabía que era el presidente de Venezuela: Rómulo Betancourt. Estamos hablando de 1963. En mi casa se oía Radio Rumbos todo el día. Escuchaba mucho las palabras “guerrilleros”, “incursiones” y “secuestraron a alguien”. Pero todo aquello era como una cosa muy lejana. Yo pasé mi infancia en Maracay, que por ser un bastión militar, era una ciudad intocable.


El televisor era en blanco y negro y algo más como de sentarse la familia completa a verlo, después de que hacíamos las tareas. Yo veía Los Supersónicos, El Túnel del Tiempo y Perdidos en el Espacio, y de los programas nacionales, recuerdo los shows de Renny Ottolina, El Show de las Doce con Víctor Saume, Por el Mundo de la Cultura con el profesor Calcaño, La Quinta de Simón Díaz y Valores Humanos, el favorito de mi mamá. Aquel año era de campaña electoral y los candidatos que me caían más simpáticos eran Arturo Uslar Pietri y uno llamado Germán Borregales.


Mi juego favorito era el yaqui. Era una cosa de niñas: mientras más rebotaba la pelotica, mejor. En el colegio jugábamos la Semana, que en otras partes se conoce como el Avión: pintábamos las letras L, M, M, J, V, S y D con tiza en el patio de cemento y había que saltar en un pie. Mi uniforme en primer grado era vestido blanco con botones rojos, un lazo atrás, medias blancas y zapatos negros “pepitos” de cuero. El premio de los viernes era ir a la piscina Club Casa de los Andes de Maracay y comer en una cafetería que se llamaba El Cubanito. Un sabor inolvidable de allí: la merengada de níspero. Mi papá era un gran lector y crecí rodeada de cuentos venezolanos. Una lectura que me marcó: Memorias de Mamá Blanca.


El colegio era mañana y tarde, con dos horas al mediodía para ir a comer. Y daba tiempo de hacer la siesta, antes de que mi papá me llevara de nuevo al colegio a las 2:00 pm. Mis papis eran empleados públicos: él como administrador de bienes nacionales en la sede de Malariología, que había fundado el doctor Arnaldo Gabaldón, y ella mecanógrafa y secretaria de un tribunal. Pero ambos tenían carro y ganaban lo suficiente para vivir. Nos sentábamos a comer desayuno, almuerzo y cena toda la familia, siempre: nadie decía “no voy a comer ahora” o “voy a comer por mi cuenta”. ¡No, señor! No recuerdo que alguna vez se fuera la luz o no tuviéramos agua. Tampoco que pusiéramos cerraduras en las puertas o rejas en las ventanas, aunque vivíamos en un primer piso.


(*) Doctora y suscriptora de Arepita: nació en 1957

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