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La autobiografía de Jaime Ballestas (fragmentos)

Jaime Ballestas (Caracas, 1° de octubre de 1937) es un abogado, escritor y fotógrafo venezolano. Quizás se le conoce más por su seudónimo de vagabunderías: Otrova Gomás. Es uno de los autores de humor y fantasía más importantes de Venezuela. Y también de los más olvidados, a pesar de que algunos de sus libros son auténticos best sellers de bazares de segunda mano. Quizás porque, en el fondo, su humor es tan cómico como trágico y plasmó la tragedia cíclica venezolana.





Desde Budapest —la ciudad en la que busca descanso el personaje de su novela El Terrorista, una especie de Carlos el Chacal llevado al límite del sufrimiento y la melancolía—, donde reside hoy, Ballestas nos envió fragmentos de la autobiografía que prepara y ocupa actualmente la mayor parte de sus días:






 


Aunque para escribir siempre me gobierna la inspiración, mis escritos nacen de un proceso calculado. Por un lado, siempre le he dado a la escritura un tiempo fijo. Casi rutinario. El sistema lo respeto con mucha rigurosidad porque pienso que para que cualquier proyecto tenga éxito se requiere de mucha disciplina, constancia y un orden riguroso de trabajo.

A la inspiración le doy el beneficio de tener siempre a mano un papel y lápiz para impedir que se me escapen las ideas. Por eso me considero todavía un escritor de antaño. Mis cuadernos de notas y papeles llenos de ideas son tan numerosos como ricos en jeroglíficos y palabras sueltas que solo yo puedo comprender. En ellas, cada vocablo anotado es una fuente para llenar luego las hojas que he calculado que tendrá el libro o voy a darle en las pantallas. Tal vez es la causa por la que nunca sufrí del terrible síndrome de la hoja en blanco.


Al momento de escribir puede ocurrir que apenas me siente frente a la computadora se me ocurra algo nuevo, pero generalmente tomo algunas de las viejas ideas anotadas, y descubriendo cual quiere trabajar, agarro a la que más sonría y empezamos a bailar. Si me sale con groserías y se tranca, la quito en el acto y busco a una que pueda estar interesada.

Caso aparte son los escritos de humor político, porque en ellos, cada vez que voy a decir algo de algún siniestro personaje de la historia, siempre es su conducta la que escribe la mayor parte del libreto.


Comencé a escribir con lápiz. Usaba siempre un Móngol, el favorito de mis compañeros de clase, luego vino la pluma, la bella Parker gris que aún conservo, los bolígrafos los uso a veces, pero me caen mal. Casi siempre los insulto, uno no sabe cuándo se quedan sin tinta. Los únicos con los que no tengo problemas es con los Montblanc, solo me molestan cuando los compro y tengo que pagar.


Adoré por muchos años teclear en las viejas máquinas de escribir. A las que usé en el pasado y en el tiempo pluscuamperfecto, las tengo en un lugar destacado de mí de amplia colección de piezas antiguas: ochenta y seis rarezas del pleistoceno tardío. Puras reliquias despreciadas, pero a todas las tengo operativas, aunque sin posibilidad de uso por falta de cinta, o porque siempre hay alguien que me dice que deje el ruido. De allí que solo sean piezas de museo.


Si las he guardado con cariño, es porque sé que entre sus teclas se conserva el fantasma de millones de frases muertas, enterradas en innumerables hojas rotas o archivadas.

Después que llegaron las computadoras y la sumisión a Word, el rey universal de la palabra escrita, me le entregué sumiso y todos los días le rindo pleitesía.


Si hablamos de tiempo, escribir un cuento o el texto de una a dos cuartillas me puede tomar de dos a tres horas entre el primer boceto y las correcciones. De allí que, en mis aproximados diez mil textos de humor y artículos de prensa semanales, haya pasado unas treinta mil horas, o el equivalente a tres años y medio de mi vida sentado con lápiz y papel, o frente al teclado de una máquina de escribir o una computadora.


A ello hay que agregarle unas cinco mil horas extras por revisiones secundarias, tres mil de meditaciones previas y las cuatro mil dedicadas al ajuste de las tres novelas, que dan año y medio extra, para un total cercano a cinco años de escritura sin parar.



 
Entre los placeres que no suelo comentar, pero me entusiasman, es saber que a las personas que prestan mis libros no se los devuelven.

No incluyo las horas de risa que me ha producido escribir algunas páginas. Recuerdo que mientras terminaba la novela “El Terrorista”, habiéndome aislado en un apartamento en Miami para no salir hasta concluirla, me reía tanto de las ocurrencias, que los vecinos al darse cuenta de que ya llevaba varios días encerrado solo, al oír las carcajadas en la noche pensaron que estaba loco. Cuando me fui del sitio con mi novela bajo el brazo, me miraban raro y algunos se cruzaron gestos burlones entre ellos. Tal vez tenían razón. Pero sigo creyendo que esa es una novela extremadamente divertida.


Tengo necesidad del silencio y la soledad para desarrollar el escrito, incluyendo la música, aunque sea la que adoro. Generalmente la apago antes, porque creo que es grosero no escuchar a los grandes genios cuando se está reproduciendo su grandeza. Por el contrario, si se trata de anotar ideas o el proceso imaginativo, me es indiferente el ruido y hasta las conversaciones, porque al hacerlo no estoy pendiente de ellas.


Esto último ha tenido consecuencias un poco duras en mi vida, muchos me han dado fama de desmemoriado porque no me acuerdo de cosas que me dijeron, o de parte de películas que he visto y hasta textos que he leído, sin saber que en ese momento yo estaba viviendo en una idea en proceso de desenvolverse.


Si me preguntasen cual es el momento que más disfruto al escribir, diría, primero, terminar de definir la integridad de lo que quiero porque ahí es donde nace la obra, luego, en este orden: lograr los tempos y corregir lo terminado, esto último me encanta, aunque es de las cosas que más se acercan al concepto de infinito, un mal que sufren casi todos los creadores literarios, en especial los poetas y los humoristas.


Finalmente, me agrada ver el trabajo publicado, pero es un placer vacuo porque ya a esa altura no se puede hacer nada.


A veces también me cae bien saber que el texto ha gustado, pero creo que eso ya es asunto de los otros.


Entre los placeres que no suelo comentar, pero me entusiasman, es saber que a las personas que prestan mis libros no se los devuelven.



 


En un artículo aparecido en Facebook en el año 2021, el cual publiqué bajo el título “El Funeral de los Libros”, señalo la realidad dolorosa por la cual están atravesando todas las formas de la literatura impresa. En él se acusa como culpables del libricidio a tres aparentes malhechores: Internet, las redes sociales y los teléfonos inteligentes.


Si bien esto tiene mucho de cierto, hay que reconocer que después de haber golpeado duramente al impresionante mundo de Gutenberg, también es verdad que ellos han sido productores de una inmensa cantidad de libros por vía digital, al igual que han permitido que en sus plataformas se hagan comentarios y estudios masivos sobre los grandes clásicos, muchos de los cuales también han reaparecido solo gracias a esas tecnologías.


Es comprensible la necesidad viral que tenemos muchos lectores de sentir el papel al pasar las hojas, anotar un comentario al margen, así como admirar la portada cada vez que nos detenemos a meditar sobre lo leído, pero el hecho real es que estamos ante una nueva situación de la literatura, y hay que aceptar que será muy difícil detener la digitalización del mundo.


Como escritor, hace unos años acepté la rendición y me sometí a la demanda de los nuevos ejércitos de lectores, el de los jóvenes, el de aquellos lectores a quienes ya solo les gusta leer en las pantallas y el de los que odian las polillas.


Personalmente, mi traición ha sido seria, a esta fecha ya he publicado cuatro obras que nacieron y han vivido en ese mundo incorpóreo con un relativo éxito. La primera fue la traducción inglesa de la “La Miel del Alacrán”, a este libro le siguió en Amazon, La “Cabalgata Tenebrosa” digitalizada después de que ya habían salido previamente dos ediciones tradicionales.


Del grupo no humorístico, monté en mi blog dos obras: una jurídica: “Herencias y Testamentos”, y otra de filosofía:“Veinte Filósofos y la idea de la Muerte”, ambos muy leídos, y le siguen en expectativa: el “Diccionario Conceptual”, y una antología que está en marcha, por no decir que parece que va a ser igual con varios de los viejos libros agotados.


Un delito por el cual pido perdón a los amantes del papiro, pero ya estoy resignado, acepté las nuevas tendencias y, como única defensa alego que es inútil llevarle la contraria a algo cuando se tiene la convicción de que se volverá masivo.


Para colmo, me cercaron las redes, y terminé entregándome sin resistencia a ese mundo diferente y pegajoso. Sé que ellas alientan la vida social de tonterías y la mentira, pero vi que en sus cotas surgen las sorpresas, en ellas abundan profesores y poetas, muchos escritores y pensadores que siempre muestran algo que impacta a miles de lectores, los cuales, al leerlos bajan la temperatura de la banalidad y les responden contentos y agradecidos recordando que existe la cultura.


Debo explicar que ingresé en ellas cuando se comenzaron a implementar los sitios web en Internet. Desde 1992 y por más de diez años monté una revista digital en solitario. Se llamaba Otrovagomas.com y trataba de arte, literatura, filosofía, humor y fotografía. Salía religiosamente cada quince días y la visita era buena y numerosa. Lamentablemente una tarde la maté. Debido a que la publicación la escribía y la ensamblaba solo, el placer de hacerlo me estaba ahogando por exceso de trabajo. Hasta que un día siniestro la tomé por el cuello. No se lo apreté porque era digital, pero toqué una tecla con el dedo y ahí mismo murió asfixiada.


Se que en sus estertores quiso defenderse y me rogaba que la dejara viva, pero la decisión había sido tomada y desapareció para siempre de todas las pantallas.

Después del webisidio descansé por pocos años, hasta que, tentado por el diablo, una noche de farra computarizada decidí crear un blog con características parecidas, pero más delicada en el robo de mi tiempo.


Todo habría sido razonable hasta ese sitio, pero sin darme cuenta caí en manos de tres de las redes sociales más exigentes: la señora Tweet, Sir Facebook y su amante Instagram. Un cuarteto muy trabajado y activo que actualmente ha recibido mis escritos, mis fotografías y mis aforismos por más de ocho años. La acogida ha sido positiva, son buenos y felices mis amigos que disfrutan de ellas, y muchas de sus notas, escritos y pensamientos son creativos e interesantes.


Si hablamos del estilo, debo aclarar que todo lo que he publicado en digital ha tenido una característica común:


Los textos son breves, y los que fueron más largos, nunca más del equivalente a mi tradicional cuartilla y media de los días del papel.


Lo más importante que veo de este mundo, es que ante la falta de librerías, han sido el lugar que he utilizado para reeditar las viejas obras y pensamientos, dándoles nuevos lectores que no las conocían y parecen entusiasmados.


Hoy estoy en las manos de esa inmensa telaraña, tal vez porque no es fácil escaparse, ya veremos lo que nos deparará el confuso destino de estos tiempos.







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