Por José Baig (*)
El día que cumplí seis años, hacía un año y cuatro meses que había llegado a Venezuela desde Uruguay. No sé si por el mucho tiempo que ha pasado desde entonces, o por el trauma de la migración forzada, pero mis recuerdos de la época son bastante nebulosos. Estudiaba en el Colegio Las Colinas, en Barquisimeto. Jugaba mucho con mis hermanos en un gran solar que tenía la casa que alquilábamos en Cabudare. No diría que tenía grandes preocupaciones. Supongo que estaba ocupado adaptándome y tratando de entender todo ese mundo nuevo. Era una vida sencilla, modesta, muy familiar y sin televisión.
No sé si por ausentarme de ese mundo nuevo que no acababa de entender, o por la falta de televisión, pero en esa época desarrollé mi afición a la lectura. Podía leerme una novela de Julio Verne en un solo día. No hay cosas feas que recuerde particularmente, pero sí me doy cuenta de que en esa época no tenía muchos amigos, quizá por ser "el nuevo que hablaba raro". Una experiencia, por cierto, que ahora mismo deben estar viviendo millones de chamos y chamas de Venezuela regados por el mundo. Sé, como dije antes, que jugábamos mucho. Juegos sencillos, sin juguetes, o con pocos juguetes. Usábamos palos, piedras, agua, cosas viejas que hubiera por ahí. Me vino a la mente el esqueleto de una vieja máquina de coser Singer (de las que se operaban pedaleando: un mecanismo de poleas hacía la magia). Esa estructura de hierro forjado, con su gran rueda de metal, fue barco, carro de carreras y nave espacial.
En 1973 fue la primera elección de Carlos Andrés Pérez y, claro, eso estaba en todos lados. Pero de esa campaña recuerdo vivamente al hijo de unos conocidos (tendría la misma edad que yo) cantando con entusiasmo "¡Jóvito, Jóvito!", mientras tamboreaba un taburete de la cocina de su casa, en alusión a Jóvito Villalba, otro de los candidatos en esa elección. ¿Cuánto ha cambiado Venezuela? ¡Un montón! En aquel entonces estábamos apenas entrando en la era de la bonanza petrolera. Mi papá, un migrante sin estudios universitarios, y mi mamá, licenciada en Trabajo Social pero sin reválida para ejercer, en menos de tres años tuvieron carro cada uno y consiguieron una hipoteca para comprar la que fue nuestra casa familiar hasta hace pocos años. Era un país aún muy rural. Yo alcancé a ir a bodegas en las que todavía daban ñapa, y en Barquisimeto aún circulaban burros y caballos por las calles. Era el fin de la transición de la Venezuela agrícola a la Venezuela petrolera.
Recuerdo particularmente ver a mi abuelo paterno brindando por la muerte de Francisco Franco. Venezuela era su segundo exilio, pues había tenido que escapar de España primero y de la dictadura uruguaya después. Aquella botella de cava y la sonrisa de mi abuelo alzando la copa fue, de alguna manera, el primer acto político al que asistí en la vida. Cuando crecí y aprendí sobre esos procesos, desarrollé un rechazo visceral hacia los militares de todos los signos y aprendí a detectar y detestar dictaduras en todo el espectro político. Nunca brindaría por la muerte de nadie, eso sí, pero entiendo perfectamente las razones que tuvo abuelo para hacerlo.
(*) Periodista, venezolano en Irlanda y autor de La cocinita de papá
Comments