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Jorge Rodríguez (padre) y su época

Por José Alberto Olivar, historiador

¿Quién fue ese hombre de frente amplia y mirada taciturna, con más aspecto de aprendiz de maestro que de carismático dirigente político, cuyo nombre resonaría en mítines y consignas, cantos y murales callejeros, pero del que muchos en el presente no logran precisar qué hizo a ciencia cierta?


Glorificado por unos desde su hora postrera, censurado por otros que despachan con rapidez su vida política. Mártir para los que necesitan un referente que justifique su lucha, un extremista de baja ralea para otros, líder de la utopía reivindicadora para unos cuantos, un cuadro de poca cautela que no supo zafarse de sus captores. Jorge Antonio Rodríguez es todo un enigma o tal vez un producto más de la curtida narrativa de izquierda.


Su muerte, provocada por la brutalidad de quienes siempre se han creído con derecho a imponerse sin miramientos, alentados por el menosprecio que causa la euforia del poder con visos patrimonialistas, es una de las tantas manchas que terminaron por afear el corpus democrático instituido después de 1958.

Si bien la conservación del sistema fue la principal premisa tras la derrota militar de la insurgencia guerrillera auspiciada desde La Habana en los años sesenta, no es menos cierto que aquello devino en excusa perfecta para encubrir excesos y endosar al funcionariado sin ética profesional la facultad de etiquetar a cualquiera de ultroso y/o desestabilizador.


Cuando se da a conocer en los medios periodísticos la noticia del “asesinato a puñetazos”, en una celda policial, del dirigente político Jorge Rodríguez, vinculado a grupos de izquierda radical, a no pocos lectores causó sorpresa aquel suceso.


La tradición política venezolana, indicaba que quien se mete a zarandear en asuntos que suelen molestar a los gobiernos de turno, sean estos de corte dictatorial o democrático, en ocasiones no sale del todo ileso.



El difunto padre de Delcy y Jorge Rodríguez ahora tiene un polémico monumento en la Ciudad Universitaria


Para julio de 1976, el ya omnipotente Estado venezolano daba muestra de indigestión ante la súbita bonanza fiscal que comenzó a experimentar por causas externas desde hacia unos pocos años. No en balde, en enero se había llevado a cabo el fastuoso acto en tierra zuliana que proclamó a los venezolanos como dueños de “su riqueza petrolera”.


De manera que no es de extrañar que, en medio del fin de curso en escuelas, liceos y universidades, no pocos venezolanos de las pujantes urbes estaban más pendientes del próximo periplo vacacional y de gastar a manos llenas en otras latitudes, en especial los Estados Unidos.


¿Que otro comunista murió? ¿A quien le importa? Habrá pensado la muchacha de servicio que se preparaba para acompañar a la familia en cuya vivienda trabajaba en Prados del Este, durante su viaje a Disneylandia.


Otros, en cambio, sobre todo aquellos cuadros de rudo accionar político militante en los pasillos de la Ciudad Universitaria, en el recoveco donde planifican los próximos pasos del Frente Cultural, ven aquello como otra muerte sin justificación que tarde o temprano debe ser vengada. ¡Ahora más que nunca hay que hacer la revolución!


Ante la indiferencia del pequeño burgués, del proletario sin conciencia de clase, del campesino adequizado, en algún momento, tarde o temprano, los hijos y nietos de los mártires tomarán el cielo por asalto y les harán saber, quieran o no, el sacrificio del que fue silenciado por saña policiaca acicateada desde el poder.


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